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"La espada de Ayax", en La posesión demoníaca.
En el personaje de Ayax, hace Sófocles que
intervengan sucesivamente, en el decurso de un solo día mortal, los dos
estados contrapuestos del desvarío absoluto y de la extrema lucidez, de
la fatalidad impuesta y la libre decisión de morir. Estados que
pertenecen a momentos perfectamente diferenciados, cuya oposición, con
tanta claridad subrayada, corre sin duda pareja con la intención de
lograr el efecto trágico. De la rebelión al desvarío, del desvarío al
reconocimiento de la deshonra, de este conocimiento humillante a la
muerte voluntaria, va Sófocles acompasando con precisión asombrosa la
sucesión, concatenación y diferencia de las actitudes pasionales: el
lector moderno tiene la impresión de estar viendo desplegarse, en el
curso temporal de la representación, los colores puros en los que se
descompone la luz cegadora del suicidio.
La obra da comienzo al término de una noche de
sangre. Ayax ha destrozado el ganado, creyendo herir de muerte a los
Atridas; se ha encerrado en su tienda, y allí está todavía, presa del
delirio. Atenea, que ha empujado al héroe al desvarío, domina la escena.
Ulises se ha acercado cautelosamentre paras "aclarar la verdad". La
diosa le llama...
Mas ningún espectador ignora los antecedentes: la
muerte de Aquiles, sus armas destinadas al más valiente y la preferencia
otorgada a Ulises en detrimento de Ayax. Y esto ya se presta a
reflexión: ha desaparecido la gran figura heroica, aquella en quien se
daba cumplimiento una perfección espontánea, una supremacía indivisa. El
puesto está vacante. Ningún nuevo Aquiles podía reemplazar a este
protagonista absoluto. Son tiempos nuevos -tiempos de los herederos- los
que dan comienzo. Pero las armas codiciadas, herencia del guerrero
muerto, preservan los vínculos con los tiempos precedentes (que eran los
tiempos épicos). La ruda expedición aún no ha terminado, queda intacta
la tarea: queda tomar Troya. La oposición de Ulises y de Ayax, herederos
rivales, pone tal vez de manifiesto la escisión de lo que estaba aún
unido en la persona de Aquiles: fuerza y reflexión. Desde el instante en
que el asunto pasa a ser materia de debate, y la decisión se pone a
votación, es de esperar el triunfo de la reflexión. Todo sufragio corona
una obra de lenguaje. Y Ulises es aquél que sabe hablar y convencer, su
habilidad está en el miramiento para con los dioses y los jefes: nada
mejor para ganarse los favores. Los nuevos tiempos -tiempos del debate-
delimitan mediante la palabra un campo clauso, gobernado por las reglas
de la persuasión y de la autoridad verbal: la violencia debera ser
abandonada. El campo clauso de los tiempos anteriores era el campo de
batalla, campo del encuentro armado, de la pelea aguerrida y del furor
que las palabras no pueden detener. Los hombres no se niegan a entrar de
nuevo en él, pero se han percatado de lo que así pueden perder.
La Ilíada, poema guerrero, acaba antes de la muerte
de Aquiles: pero sobre todo antes de la toma de Troya. Todo lo que
puede la fuerza nos lo dice la Ilíada (y todo lo que pueden las súplicas
contra la fuerza). Sabemos, definitivamente, que la captura final no se
decidirá en campo abierto, en victoria regular. Para hacerse con la
ciudad enemiga, hará falta utilizar astucia y reflexión. La conquista es
obra de Ulises.
El haber tomado acuerdo sobre las armas de Aquiles
por mayoría de sufragios tiene valor de símbolo. La fuerza y sus
instrumentos pasan a ser elemento subordinado. Las armas, instrumentos
de violencia, son ciertamente los objetos más disputados; pero al ir a
adjuficarlas, la palabra es la que zanja, y el cómputo de votos.
El debate en torno a las armas, sin romper con los
usos de una sociedad "feudal" y guerrera, prefigtra la deliberación de
la sociedad democrática. Ahora bien, la asamblea deliberante, compuesta
por ciudadanos, requiere la obediencia de los jefes militares.
Subordinación que no acepta Ayax precisamente. Él ha venido a combatir
como aliado y como par, ligado tan sólo por la virtud del juramento. Es
un jefe de guerra, que quiere depender sólo de él; le indispone toda
autoridad que pretende dominarlo. No le debe atención alguna. El conoce
su vigor sin igual. No tolera, pues, que nadie le suplante. ¿No resulta
indignante que las armas gloriosas no sean otorgadas a quien con todo
derecho se tiene como el hombre de armas por excelencia? Han elegido a
Ulises: en lugar del "guerrero esforzado" han dado preferencia al
taimado, al ingenioso, al que sabe manejar la palabra. La fuerza ha sido
humillada. Ayax se ve desacreditado en todo su ser, que es un puro
arrojo. Si de esta cualidad se le despoja, ninguna otra cosa le queda.
La existencia de Ayax descansa en base exigua; los valores que admite y
que respeta no son muchos, haciéndole así tanto más vulnerable. Para él
sólo cuenta el honor, la lealtad, la energía intrépida. En todo lugar
quiere ser un poder independiente. Declaró un día ser bastante fuerte
como para vencer sin el auxilio de los dioses: era demasiado aventurarse
en la convicción de omnipotencia. Ulises, en cambio, conocedor de los
múltiples poderes de los que dependen los mortales, es el hombre de
inexhaustos recursos. Ayax se mantiene, para ruina suya, como el hombre
de una sola virutd ostentada con orgullo.
No ha aceptado Ayax una votación que le frustra y
que le ofende. Herido, malparado, no consentirá en doblegarse. Y de esta
suerte se excluye de la comunidad definida por el respeto a la
sentencia mayoritaria. Su gesto de rechazo le arroja a la soledad. No
ser el primero es, para él, no verse ya valorado, y réplica negándose a
reconocer la validez de la voz colectiva que le despoja de lo que es
debido. Pero no se contenta, como Aquiles, con alejarse, negándose a
prestar su ayuda. Violentamente se revuelve contra aquellos a los que,
con su juramento, habíase aliado. El fraude del que a sus ojos se han
hecho responsables le da plena libertad. La resolución está tomada: los
tratará como enemigos, los hará perecer. Hela así, abandonada, aquella
lealtad que fuera en el pasado complemento compensador de la fuerza.
Roto el equilibrio. La fuerza ofendida se muda en violencia ofensiva.
Para Ayax, semejante felonía no es incompatible con la idea que él se
hace del honor personal. Reacción elemental en la que destaca el orgullo
humillado. Aun a costa de parecer inoportuna la intrusión de conceptos
piscológicos modernos en el terreno mítico, podríamos decir que el
suicido de Ayax -como todo hara-kiri- constituye, al no poder dar muerte
a los ofensores, la reparación triunfal que se procura el narcisimo
humillado, la prueba de virilidad "fálica" que se obstina en dar ante
los enemigos que antes le negarán tal virilidad. Prosiguiendo con el
lenguaje contemporáneo: el dolor de no haber obtenido las armas equivale
a una castración; y la muerte voluntaria a espada borra el insulto: es
un acto que proclama, en la cima del arrojo, la integridad del vigor
masculino.
Reparemos en la siguiente observación; en el
material legendario más antiguo tan sólo consta el despecho de Ayax y su
desespero suicida. El rasgo político de la rebelión contra los jefes
adquirió sin duda en Sófocles una importancia que la tradición anterior
no le otorgaba. De este modo, el destino fatal del héroe expoliado se
convierte por añadidura en el destino del traidor y del rebelde. Esta
nueva dimensión, a ojos del espectador, arroja sobre Ayax una nueva
culpa, estrechándose las mallas de la red en que se encuentra atrapado.
No es que Ayax, en momento alguno, se siente culpable ante sus enemigos.
Mas, tal como lo construye Sófocles, no es capaz de ver que la rebelión
agrava su dependencia. Si detesta a los Atridas y planea darles muerte,
señal es de que ante él no han dejado de ser los jefes supremos. Al
revolverse contra ellos, se obstina en hacerles frente. En todo instante
se cree visto por ellos: objeto de su risa burlona.
En su rebeldía, no cuenta Ayax con aliado alguno.
Nada ha dicho de sus planes a su hermanastro, el arquero Teucro: este se
encuentra guerreando lejos. La independencia de Ayax se convierte en
angosta soledad. Tiempo ha, y de forma reiterada, había rechazado la
asistencia de los dioses. El honor de la proeza hubiérale parecido
ínfimo, de haber aceptado el favor de una divinidad. Buscaba la victoria
por sí solo, y para sí solo, sin solicitar el menor auxilio exterior.
La certeza de ostentar en su brazo todas las prendas del éxito es la
expresión misma del narcisimo del vigor que hace un instante
comentábamos. De modo más acorde con el espíritu griego, diremos que es
la expresión de la ausencia de miramiento para con las demás, ausencia
de miramiento que tarde o temprano se expone al castigo. Quien pretende
realizarse plenamente sin el otro (sin que venga un dios a socorrerle)
puede que un día se vea despojado de todas sus conquistas, expoliado de
su gloria, y condenado a verse reducido a la nada.
Ayax se encuentra, pues, en estricta soledad, pues
su presunción le ha llevado hasta la impiedad, y su sentido del honor
hasta la rebeldía. Otros, al apartarse de los hombres, conservan, cuando
menos, la tutela de un dios. No así Ayax: por propio impulso se ha
arrojado a la exterioridad más completa. Al margen de humana alianza (la
esposa cuativa y el hijo no difieren de él mismo), al margen del
respeto a los dioses, habita en una sola fuerza, que lo es todo para él.
Para decirlo con una imagen espacial: Aquiles, para manifestar su
cólera, habíase contentado con hacer campo aparte y encerrarse. Ayax,
cuya tienda se encuentra "al extremo de la fila de navíos" no es
únicamente el que se sitúa en el límite. Se sale resueltamente de la
comunidad de guerreros asociados. Salida de la que la tragedia de
Sófocles hará ver las consecuencias fatales: quien cuenta sólo consigo
mismo para vivir sin los idioses y en contra de los hombres se halla
destinado a perecer; se adentra en la carrera del exceso y, echándose
fuera del orden colectivo, termina ineludiblemente por echarse fuera de
la vida. Ni aun para oponerse a una injusta decisión del grupo le está
permitido al individuo excluirse de él y tratar de hacerse justicia a
punta de espada. El oráculo de Calcas -anunciado ya demasiado tarde-
precide literal y simbólicamente que Ayax morirá si sale en este día de
la tienda.
Acabamos de reconstruir los aspecto del carácter de
Ayax, tal como a lo largo del texto de Sófocles se dan a conocer: tal
debió ser el héroe que se convirtiera en el hombre de sus últimos actos;
tales fueron las virtudes, más también las torpezas que le precipitaron
en el exceso fatal. (*)
(*) Fuente: fragmento de Jean Starobinski, "La
espada de Ayax", en La posesión demoníaca. Tres estudios, ed. Taurus,
1974, Madrid.
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